Julio leyó tu cuento

Diego ArGo
9 min readAug 27, 2021

He enviado varios manuscritos. Siempre me los reciben con la misma sonrisa de revista y con un “nosotros te llamamos”. La llamada nunca llega y yo tengo una violenta pelea con mi agente, que resulta ser mi mejor amigo.

— Ya te dije. Son los únicos que reciben sin preguntar. Y en una de esas te leen y pega.

— ¡Chingas a toditita tu madre! Si me leyeran por lo menos me hablarían para decirme que valgo pura verga y que mejor ya no les mande nada.

— O solo están esperando al indicado…

Así era con cada entrega. La pelea se disipaba entre los güisquis que nos tomábamos en nombre de la derrota y al día siguiente me ponía a escribir de nuevo. Novela, poema. Ensayo, artículo. Reseña, perfil. Todo lo escribía. Solo una vez fue cuento. Tres velas al horizonte. El título era muy pretencioso y la historia tan complicada que yo mismo me enredé en las fallas lógicas que presentaba. El cuento, aunque sea de hadas, siempre intimida a cualquiera que tome la pluma con aras de triunfar. Además fue lo primero que mande a aquella editorial silenciosa. El primer rechazo que imprimió un trauma difícil de ignorar.

Estaba escribiendo un intento de ensayo literario cuestionando la rigidez de formas en las narrativas tempranas de Vargas Llosa. Sí, suena de verdad aburrido… y lo era. Pero la creatividad solo fluía cuando me sentía superior a autores reconocidos internacionalmente solo porque a mí no me da miedo decir todes. Me concentraba mucho en ese tipo de crítica, porque una amiga con excelentes relaciones en la editorial esa me decía que amaban cuando se cuestionaba a los grandes.

— ¿Y quienes son los grandes?

— Pos ya sabes, los que encuentras gratis en las bibliotecas digitales.

No tiene sentido. Ser de los grandes para no ganar con tu obra. En fin…

En el momento que destrozaba con palabras redundantes (más aún que las de Mario) las estructuras de Los Cachorros, sonó el insufrible tono de un mensaje de WhatsApp. “Wey, Julio leyó tu cuento” Era lo único que decía Andrés, mi agente-mejoramigo.

Contesté: “Cómo? Cuento? Cuál Julio?”

Respondió: “Vente pa la oficina! Se va a poner bueno

Andaba en plena escritura y me sentía en llamas destructoras de “crítica constructiva”. Pero Andrés nunca me llamaba a la oficina. Mucho menos por un cuento. Solo tengo uno. Uno muy feo, muy viejo y muy pretencioso. Algo estaba raro. ¿Julio? La verdad conozco muy poco a la gente de la editorial. Siempre me recibe el manuscrito (o intento de manuscrito) la misma asistente pálida y de mirada perdida. Y nunca supe quién trabaja ahí. No entendía para dónde iba la cosa. En una de esas, Andrés me estaba jalando a la oficina solo pa’ chupar, fumar o alguno de sus desmadres. Para él, todo esto era un juego. Se mantenía muy cómodo con el dinero de su mamá. Por lo menos me cobraba poco, esa seguía siendo la razón de trabajar con él.

Llegué a la oficina unos treinta minutos después. Andrés tenía una cerveza en mano y gritó de la emoción al verme.

— ¡Güey! Por fin se va a poner bueno. ¡Julio leyó tu cuento!

— Cabrón, si solo me trajiste pa’ tu desmadre…

— No, no no. ¡No! — se le notaba que el alcohol empezaba a tomar las riendas — Neta güey.

— ¿Neta qué?

— ¡Julio leyó tu cuento!

— ¿¡Cuál chingado Julio!?

— ¡Julio Cortázar!

Cortázar.

No.

Imposible.

Él vivía en Paris. No, no. ¿Qué?… Había muerto hace treinta y tantos años. Julio Cortázar no había leído un carajo. Una vez que entré en razón, la furia ahogó todo mi pensamiento. El pendejo de Andrés cruzó la línea. No solo me interrumpió en plena escritura. Además se metió con mi cuento. Con aquel trabajo con el que perdí la seguridad en lo que hago, que me apartó de disfrutar mi creatividad. Tocó las fibras más sensibles de mi ser. Con una frialdad extrema contesté:

— Chinga tu madre Andrés. Hasta aquí llegó todo. Tú y tu editorial esa se van a la…

— ¿Por qué no me crees? — el muy cabrón me interrumpió sin pena — Es en serio güey.

— Cortázar murió hace años.

Andrés empezó a reír descaradamente. Era evidente que ya no aguantaba su estúpida broma.

— Pos ya sé güey. Obvio

— Adiós Andrés. Ya ni pa’ que me esfuerzo.

— ¡Cabrón! Si no me crees, vete pa’ la editorial y preguntas por él. No creo que ande muy ocupado. Además, tiene todo el tiempo del mundo. ¡Ja!

Siguió bebiendo su cerveza con un cinismo filoso, como si todo esto fuera muy en serio. Salí sin decir más. Seguía incomodo con Andrés y su broma. “vete pa’ la editorial y preguntas por él”. Me daba vueltas la cabeza. La sola idea de llegar a un edificio viejo en la colonia Roma y pregunta por Julio… Julio Cortázar. Y el señor iba a estar listo para recibirme y decirme como si nada: “Leí tu cuento”.

No.

No era posible.

Entre la furia, la flojera, el estrés y la curiosidad, me di cuenta que estaba caminando hacia la editorial. Mi subconsciente me dirigió allá y mi raciocinio, decidió entonces, terminar mi relación con ellos. Sí. De vez en cuando alguno de mis textos aparecía en antologías o revistas de medio pelo, pero nunca había logrado nada relevante. Y sus respuestas siempre eran vagas o completamente nulas.

Una larga caminata y llegué. Me planté frente a la asistente pálida, listo para escupir todas mis quejas y pesares, cuando ella habló con una voz dulce que nunca le había oído:

— El señor Cortázar ya lo espera en el séptimo piso.

— ¿Perdón?

— Sí, el señor Andrés nos marcó para decir que venía.

¿Cómo sabía el cabrón de Andrés que estaba ahí? Pero… el “señor Cortázar” me espera. La broma era muy elaborada y mi curiosidad empezaba a hervir. Tomé el elevador, decidido a terminar con esto. Séptimo piso. Cuando se abrieron las puertas me di cuenta que no sabía a que oficina me dirigía. Pero a lo largo del estrecho pasillo solo había una puerta abierta. Sonaba ligeramente un jazz de esos que se sienten en los huesos. El aire estaba helado y no entraba ni un rayo de sol. La iluminación la daban unos focos tenues con apariencia de tener cien años. Avancé a la puerta y me asomé.

El mundo se me cayó en ese instante.

Ahí estaba Julio Cortázar. Sentado detrás de un escritorio antiguo y sencillo. A su derecha un tocadiscos, del que provenía el jazz. En la oficina hacía más frío que en el pasillo, pero la sola presencia de Cortázar transformaba la temperatura en algo más habitable. No sé cuanto tiempo quedé ahí pasmado, perdido ante la presencia de… Julio Cortázar. Mis piernas temblaban ligeramente y tenía ganas de gritar (no sé si de miedo o emoción) pero simplemente no pude. Inmediatamente reparé en su mirada, que estaba clavada en la mía.

— Si quieres puedes sentarte eh.

Su voz sonaba más nítida que la de las grabaciones que oía en la universidad. Claro, es que ahora no pasaba por una bocina pequeña de la computadora. Ahora su voz estaba ahí. Era Julio Cortázar el que estaba ahí. Sentado, con hojas entre las manos. Su piel no era como la imaginaba. Tenía una tonalidad grisácea, casi transparente. Parecía que el pelo estaba flotando en agua y la mirada la tenía vidriosa, como la mirada de un… muerto.

— También te puedes quedar de pie.

El sarcasmo en su voz me regresó a la oficina. La voz de Cortázar. Seguía sin creerlo y una vocecita en mi cabeza insistía que era un truco elaborado de Andrés. Aún así me senté frente a él. Ya de cerca era evidente, su piel era ligeramente transparente y su voz era lo más corpóreo de toda la habitación.

— Leí tu cuento. Pienso que son seis velas, no tres. Pero ese solo soy yo.

— ¿Perdón?

— Venga Román. Para este momento ya deberías entender que el texto es más mío que tuyo. Bueno… más del lector que del escritor. ¿No?

— No, no. Sí son seis velas… el título alude a la memoria de Juliana que… espera… no. Es que usted está aquí sentado como si nada.

— No, no. No me hables de usted. No estoy para esas formalidades.

— Perdón.

— Ya vi que lo que no te queda muy claro es que soy un fantasma. Sí Román… en esta editorial trabajamos fantasmas.

El mundo se me volvió a caer en ese instante.

— ¿Por eso nadie me atendía?

— Es una manera de verlo. Son políticas del lugar. Al jefe no le fascina la idea de andar interactuando con los vivos. Solo si lo amerita.

— ¿O sea que yo lo amerito?

— Pues aquí estás, ¿no?

— Usted..

— ¡Eh! Sin formalismos.

— …tú… leíste muy cuento. ¿Cuándo?

— Llevo dandole vuelta unos meses. Verás que el tiempo es diferentes para nosotros los muertos.

— No lo sabía.

— ¿Cómo ibas a saberlo?

Rió después de eso y siguió pasando las hojas que tenía entre las manos. No me había dado cuenta, pero tenía razón. Todo se movía diferente en esa habitación. El disco iba muy rápido y la melodía era muy lenta. Los dedos de Julio se deslizaban entre las hojas y yo sentía mi corazón casi detenido. Supongo que estaba casi muerto.

— Gabo también leyó. Y Alejandra.

— ¿Alejandra?

— Pizarnik.

Empezaba a marearme. Esto no podía ser cierto. Las grandes mentes de mi idioma habían leído el esperpento de cosa que escribí. La idea de los fantasmas ya me parecía normal, pero el que se hayan chutado esa mierda Cortázar, García Márquez y Pizarnik. Eso no era justo ni para los vivos, ni para los muertos.

— ¿Quién más?

— Pues pasó por todas las manos que pudo haber pasado. Hasta el jefe lo leyó.

— Perdón. De verdad perdón. Escribí eso en un momento que no tenía idea que…

–Alto. Que el cuento es una joya. La verdad me alegro de no vivir más. Ese cuento me deja sin trabajo.

Estaba perplejo. Julio estaba chuleando mi peor batalla. No lo entendía. De nuevo la vocecita. Esto tiene que ser una broma muy elaborada. Se trataba de la instalación de un aire acondicionado helado, juegos de espejos y un actor profesional. Nada de esto era posible y aún así empecé a arrojar pequeñas lágrimas dulces.

— Venga Román. No llores. No es para tanto.

— Es que eres mi autor preferido.

— Y tal vez tú seas el mío. — Volvió a reír. Era una risa dulce, con tonos irónicos aquí y allá.

— Dicen que no debes conocer a tus héroes. No podría estar en más desacuerdo. — Ahora reía yo, nervioso.

— No Román. Los héroes son para los libros de Historia. Jamás somos, ni debemos, serlo nosotros que contamos historias. — Sus ojos sin vida, pero cálidos, se cruzaron con los míos. Era la mirada más honesta que existía.

— Discúlpame Julio, pero en Rayuela cuando…

— No Román. No entendiste. Nadie entendió. A veces yo tampoco. Déjalo ir.

Sacó un cigarro igual de fantasma que él y lo encendió con unos cerillos que estaban en el cajón.

— Debería dejar de fumar.

Reímos juntos.

Hablamos y hablamos. Pudieron ser horas, días, semanas o minutos. El tiempo es diferente cuando conversas con fantasmas. Sí, hablamos del cuento y me corrigió unas cosas que aparecen de pronto. “Es tan bueno el cuento, que no me mató porque ya me morí.” Eso fue de lo mejor que me dijo y pudo haber dicho.

Hablamos de sus cuentos. De cronopios y de famas, y de como si uno se esforzaba como fantasma podía tomar las casas. Hablamos de un tal Lucas y un Manuel, de bestias y carreteras. Hablamos de ochenta mundos y de un solo día. Hablamos de Paris, Buenos Aires, la Habana. Hablamos de jazz.

Hablamos y hablamos y hablamos y habla…

Estábamos saliendo del edificio y seguíamos hablando. Caía una lluvia delgada que lo atravesaba como si no existiera y a mí me empapaba de a poco.

— Lo siguiente que escribas, mándalo directo a mi oficina por favor.

— Gracias Julio, de verdad.

Sonrió, empezó a marcharse y lentamente a desvanecerse. El humo del cigarro se confundía con las gotas de lluvia cuando se me ocurrió preguntar:

— Julio… perdón por la indiscreción pero: ¿Quién es el jefe?

Al momento que ya solo quedaba su mirada a lo lejos le oí decir:

— Cervantes.

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Diego ArGo

Escribo para encontrarme. Gracias por detenerse en este pueblito que es mi imaginación. @argodiego